El vacío que no se llena: hambre emocional, ansiedad y vínculo con la comida
El hambre emocional no tiene que ver con el cuerpo, sino con el alma. No se ubica en el estómago, sino en la falta, en el vacío psíquico. Ese que aparece cuando la angustia se disfraza de ansiedad, cuando lo que no se puede nombrar se intenta calmar con algo dulce, salado, crocante o cremoso. No es comida lo que se necesita, sino consuelo.
En la consulta clínica, no es raro escuchar a personas que describen comer sin hambre, hacerlo a escondidas o sentir culpa después de comer. A veces comen para anestesiar la tristeza, otras veces para “premiarse”, para “llenar un hueco”, para “no pensar”. En el fondo, el acto de comer emocionalmente suele ser una forma inconsciente de calmar algo más profundo, más arcaico: la necesidad de contención, de amor, de calma.

Desde el psicoanálisis, entendemos que la relación con la comida se construye en los primeros vínculos. El alimento no es solo nutrición; también es lenguaje, es afecto. Lo que la madre o figura de cuidado transmite en el momento de alimentar deja marcas que van más allá del cuerpo. Si en la infancia la comida fue usada para calmar cualquier emoción —llanto, enojo, aburrimiento—, es probable que, en la adultez, sigamos usando la comida como anestesia afectiva.
A esto se suma el discurso social que nos atraviesa: cuerpos delgados como sinónimo de éxito, placer asociado a la culpa, mensajes contradictorios que nos empujan a desear un ideal inalcanzable y, al mismo tiempo, a castigarnos por no cumplirlo. La comida se vuelve entonces terreno de conflicto: entre el deber y el deseo, entre el control y el desborde.
Desde la neurociencia, sabemos que comer ciertos alimentos activa zonas del cerebro vinculadas al placer y a la regulación del estrés. No es casual que en momentos de ansiedad, el cuerpo “pida” hidratos de carbono o azúcares: producen un alivio momentáneo. Pero esa calma es efímera, y muchas veces es seguida de culpa, vergüenza o autocastigo.
Trabajar el hambre emocional no implica una dieta ni una rutina de ejercicio. Implica, más bien, un trabajo profundo y amoroso sobre el mundo interno: escuchar lo que hay detrás del síntoma, preguntarse qué está diciendo ese acto de comer compulsivamente. Porque el síntoma, aunque molesto, es también una forma de mensaje. Es la voz de algo que aún no encontró palabras.
En el espacio terapéutico, invito a quienes consultan a explorar su historia, su vínculo con el cuerpo, con el placer, con los afectos. A diferenciar el hambre del vacío. A dejar de pelear con la comida y empezar a preguntarse qué lugar ocupa en su vida.
La sanación comienza cuando entendemos que el problema no es la comida, sino lo que se intenta calmar a través de ella. Y que sí, hay otra forma de habitar el cuerpo, más libre, más consciente, más genuina.
Por Lic. Mariana Sánchez Lanzillotti – Psicóloga clínica
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